Sentido cinestésico o sentido del movimiento propio

Este sentido nos trasmite la sensación de reposo o movimiento; si tenemos el brazo doblado o extendido. Percibimos el movimiento de una pierna aún teniendo cerrados los ojos, lo que demuestra que este sentido capta los cambios de posición que sufren los diferentes miembros del cuerpo durante el proceso cinético, y eso nos suministra una vivencia muy especial de nuestra existencia corpórea. El sentido cinestésico «trabaja» con mucha precisión. En condiciones normales, se registran, por ejemplo en la articulación del codo, movimientos que corresponden a una torsión promedia de 0.038 grados; percibe pues, hasta los más diminutos movimientos que tienen lugar en nuestro cuerpo. Es el sentido que más claramente manifiesta su índole volitiva, ya que todos los movimientos que realizamos con nuestro cuerpo son manifestaciones visualizadas de nuestra voluntad.

Rudolf Steiner le dio el nombre de sentido del movimiento propio, como si quisiera poner énfasis en el hecho de que únicamente por su medio percibimos los movimientos de nuestro propio cuerpo. Esto nos lleva a la pregunta preñada de consecuencias: ¿y los movimientos fuera de nosotros? «Veo» al prójimo que se mueve, a los animales en sus actividades, al vehículo que corre, todo ello ajeno a mi cuerpo, y obviamente estoy capacitado para percibir esos movimientos e incorporarlos a mi conciencia. No cabe duda de que no me basta el uso de mis ojos únicamente para percibirlos: con ellos puedo ver gradaciones de sombras y colores, pero no movimientos como tales. Quizá, podemos considerar el sentido visual como auxiliar, pero no órgano primario que capte el movimiento del mundo circundante. ¿Cómo experimentar, pues, mediante el “sentido de nuestro propio movimiento», el que se produce fuera de nosotros? La solución del enigma consiste en comprender que nosotros, de manera sumamente delicada y casi siempre inconsciente, participamos con nuestro organismo físico, o parte de él, en todo movimiento exterior, tan pronto como éste penetra en nuestro campo de experiencia. De manera burda, esto tiene lugar, por ejemplo, cuando seguimos con la mirada un coche en movimiento, o cuando el sistema muscular del ojo observa una rotación. Lo que percibe, pues, el “sentido de nuestro propio movimiento” y que nuestra conciencia relaciona con el mundo circundante, son esas delicadas vibraciones en las que nuestro cuerpo participa.

Con nuestro «propio aparato motor», es decir, con nuestro sistema muscular, somos miembro dinámico de todo el conjunto de movimientos del mundo circundante. Al decir esto, hay que tener en cuenta que, en rigor, no puede haber en ninguna parte de nuestro cuerpo, un movimiento muscular completamente aislado.

«Nuestro más mínimo movimiento no se halla localizado en determinada parte de nuestro sistema muscular o motor, sino que proviene de nuestro organismo motor global» (Steiner).

El ojo y el sentido cinestésico, si bien son dos sentidos de funcionamiento radicalmente distinto, colaboran estrechamente. En su curso pedagógico «Estudio del Hombre (8a. Conferencia), explica Steiner este principio, poniendo como ejemplo la experiencia de una superficie circular coloreada. Si fuera posible independizar la actividad del ojo, no percibiríamos sino el color, y si podemos recorrer el límite entre el rojo y el blanco y así percibir la línea circular, es debido a nuestro sentido cinestésico. Mi sentido visual no me permite captar la forma circular, así como mi sentido cinestésico no me transmite la sensación del color. No obstante, es sumamente intima la acción concertada de estos dos sentidos, y no hay, en rigor, ningún acto visual que no vaya acompañado de movimiento muscular, es decir, en el que no intervenga el sentido cinestésico.

«El sentido cinestésico se vierte en el ojo». «El contorno del círculo se percibe poniendo en acción el sentido cinestésico, aunque sea inconscientemente, lo que nos lleva a afirmar que extraemos la forma de la integridad de nuestro cuerpo apelando al sentido cinestésico extendido por todo el cuerpo. (Steiner)

Aunque las formas pertenezcan, pues, al campo de experiencia de los sentidos inferiores, el hombre necesita de la ayuda del ojo para percibirlas; en el ciego, el sentido táctil suple la falta de vista.

El ejemplo de la superficie circular coloreada llama nuestra atención aún sobre otro hecho significativo. Parece evidente que mi sentido cinestésico se halla en plena actividad cuando recorro yo mismo un círculo, o cuando lo trazo con mi propia mano. Pero aun en el caso de que otra persona «ante mis ojos haga una y otra cosa, no debiera ser difícil imaginar, con base en las explicaciones que anteceden, el funcionamiento del sentido cinestésico. Por otra parte, el ejemplo escogido por Steiner se refiere a un círculo cuya génesis no he podido observar: el círculo ya ha alcanzado el reposo, su condición estática.

No obstante, el círculo que tengo delante de mí, me estimula a reproducirlo interiormente, a recorrer sus contornos con mis ojos: mi propia corporalidad transforma el círculo y le restituye su movilidad. Así como todas las figuras geométricas son movimientos en reposo, así inversamente, yo les puedo restituir su movimiento.

Ahora bien, nuestro mundo circundante está constituido en gran proporción de elementos con una forma, como el círculo, la recta, la curva, el triángulo etc.; en otras palabras, todo lo que es figura, línea, extensión, longitud, anchura, profundidad; todo lo que es superficie y aristas de un cuerpo, lo percibimos con nuestros sentidos volitivos y, preferentemente, con los sentidos cinestésico y de equilibrio.

¿Cuáles son los sentimientos que se derivan del sentido cinestésico?

Rudolf Steiner dice que este sentido nos da la «percepción de libertad» que le permite al hombre sentirse como alma. El que ustedes se sientan anímicos, es radiación del sentido del movimiento propio; es la irradiación de las contracciones y dilataciones musculares que penetra su alma…» Pero ¿qué quiere decir sentirse «alma liberada»? Podemos afirmar: el tacto nos limita; la cenestesia nos mantiene; la cinestesia nos libera; y nos libera «anímicamente» porque, por su medio, no hemos de sentir como carga o agobio, ni el cuerpo, ni el mundo circundante. Puesto que dicho sentido se inserta en las «condiciones de equilibrio y fuerza» del mundo, también nuestro cuerpo pasa a integrar el mundo y brinda al alma la posibilidad de llevar una existencia irrestricta. El alma conquista el espacio cuando anda, lo recorre al desplazarse, lo domina al trepar o escalar, lo cuida en el salto o en el paso. Pero el alma conquista también la materia, porque aprende a transformarla: modela y esculpe, teje y cose, hila y hornea. El número de destrezas que se adquieren en la sinergia gracias al sentido cinestésico va en constante aumento, y cuando el alma vive en este despliegue de sus facultades motoras, la satura un solo sentimiento: la alegría, esta vivencia procede del reino del del sentido cinestésico. La alegría, como el miedo y el pudor, como el temor y la ira, late en nosotros perennemente. La alegría es uno de los colores básicos de nuestra alma; el sentido cinestésico la mantiene, la exalta y la anima. El sentido cinestésico es la madre de la alegría.

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